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María Ignacia C. X. Valdebenito G.: “Soy una fiel creyente de que el arte plástico es profundamente poético”.

  • Inti Ediciones
  • 2 jul
  • 8 Min. de lectura
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Entrevista por Matías Saá Leal.


María Ignacia C. X. Valdebenito G. es artista plástica y poeta chilena. Su trabajo cruza las prácticas de la escritura, el arte contemporáneo y el pensamiento material, explorando las zonas donde el cuerpo, el oficio y la memoria se entrelazan. Su primer libro de poemas, Casa ajena, fue publicado por Ágata Musgo Editora, y constituye una indagación íntima y política sobre el espacio doméstico, el cuidado y la figura materna.

Formada en artes visuales, María Ignacia traslada las herramientas del taller al texto poético: los procedimientos, los materiales, los gestos técnicos y manuales adquieren una dimensión afectiva, filosófica, en su escritura. En sus poemas, los objetos cotidianos —una tijera, un sartén, un mechón de pelo, un mueble gastado— funcionan como detonantes del lenguaje y de la memoria.

En Casa ajena, la figura de la madre —peluquera de barrio— aparece como eje vital y simbólico, no desde la idealización, sino desde el roce constante con el cuerpo, el cansancio y la práctica del cuidado. El libro articula una poesía objetivista y concreta, influida por lecturas como Gonzalo Millán y Eileen Myles, pero que también dialoga con una tradición metafísica encarnada en Humberto Díaz-Casanueva, tío abuelo de la autora, a quien ella misma redescubre durante el proceso de reescritura.

Desde el cruce entre arte y poesía, María Ignacia Valdebenito construye una voz profundamente contemporánea, que presta atención a lo mínimo y desarma las jerarquías entre lo artístico y lo doméstico, entre lo biográfico y lo conceptual. Su obra tensiona las formas tradicionales de lo íntimo y propone una mirada poética que no huye de la precariedad ni del trabajo, sino que los observa de frente, con precisión y afecto.

Durante varios años, María Ignacia se alejó del circuito poético y se dedicó por completo a las artes plásticas, su principal práctica. En ese periodo, dejó de asistir a lecturas y eventos literarios. Años más tarde, en 2023, fue Francisco Cardemil —editor de Ágata Musgo y antiguo compañero del taller de la Fundación Neruda en 2018— quien la contactó para retomar el proyecto y publicar el poemario. A partir de ahí, ella volvió a trabajar el texto con la intención de reescribirlo y darle forma final, usando la publicación como un "pie forzado" para regresar, dos años después a la escritura de este poemario.

¿Cómo fue ver ese poemario dos años después? ¿Hiciste muchos cambios?

Muchos cambios. Fue un poco raro, porque es chistoso leer lo que una escribió hace tanto tiempo, sobre todo con nuevas perspectivas, nuevas fijaciones. Me dio un poco de vergüenza también, siempre creo que hay algo de eso.

Pero más que nada, vi una oportunidad para mí misma: la posibilidad de reescribir. Porque, como te digo, yo me desempeño en las artes visuales de lleno, todo el día: haciendo clases, obras, trabajando en talleres o en distintos lugares, y eso me consume muchísimo. Me cuesta darme espacios para continuar con proyectos de poesía o de escritura en sí.

Obviamente, hago un trabajo poético desde otro punto, desde la materialidad, las metodologías artísticas, la plástica. Pero ahora fue distinto: un tiempo para sentarme a leer todo lo que no había leído en mucho tiempo respecto a poesía, y también para sentarme a escribir. Enfrentarme a la escritura sin otros materiales de por medio, solo con las palabras.

¿Cómo sería esta mezcla de influencias entre las artes plásticas y la poesía?

Yo creo que están completamente de la mano. Lo que cambia es el resultado. Trabajo varios lenguajes plásticos, pero más allá de la técnica, siempre hay un trabajo conceptual inicial que guía todo. Ese concepto se va desarrollando con las materialidades, tomando cuerpo.

Con la poesía es lo mismo: parto desde una fijación —un material, una acción, un concepto, un estado— y desde ahí lo voy transformando. Para mí tienen mucha relación. Soy una fiel creyente de que el arte plástico es profundamente poético. Hay mucha traducción entre procedimientos, y siento que ambos lenguajes se nutren.

La diferencia está en los tiempos. Por ejemplo, si quiero hacer una obra de serigrafía, sé que me tomará dos semanas si todo sale bien. En cambio, un poema puede tomarme un año… o salir en diez minutos. Esa imprevisibilidad del poema fue lo que más me impactó. El cambio de ejecución es abismal, porque en lo visual puedo generar metodologías más estables, horarios. En la escritura, no.

Cuando reescribí el poemario, estuve todo el verano dedicada a eso. Me levantaba a las siete y media a escribir y podía pasar cinco horas frente al Word sin que el poema tomara forma. A veces necesitaba un nexo y no lo encontraba. Ahí recurría a metodologías: sobre todo leer, seleccionar versos, buscar referencias. Intentaba estar todo el rato activa para encontrar respuestas. Pero había días en que decía: "ya, me falta un poema", y no lo lograba. Me daba todo el día entero y no pasaba nada. Entonces decía: “Dame una semana más, porque no lo logro cuajar”. Es un tiempo muy impreciso.

Y hablando de tus referencias, ¿qué estabas leyendo mientras escribías el poemario?

Leí muchísimo. En particular, las obras completas de Humberto Díaz-Casanueva, no sé si lo conoces. Es un poeta chileno, y además es mi tío abuelo. Yo nunca lo había leído bien. Siempre me sentí muy estigmatizada por ese vínculo familiar, sentía presión. Me daba vergüenza, o más bien miedo de no estar a la altura, así que evitaba leerlo.

Mi familia no tiene vínculo con el arte: mi mamá es peluquera —de ahí nace el libro—, y mi papá ha hecho de todo para sobrevivir: conserje, taxista, vendedor de chalecos… Entonces ese lazo con Humberto siempre me pareció extraño. Mis papás y mi hermana se encargaban de reunir sus antologías, pero yo no las leí hasta este verano. Antes me parecía muy difícil, no lo entendía.

Pero en este encierro de escritura y lectura, lo entendí y me encantó. Me volví loca. Leí un conjunto editado en Bolivia, lo devoré. Es un poeta muy metafísico, con una fuerte vinculación con la filosofía, y eso me enriqueció mucho porque al ser tan metafórico me abría muchas posibilidades.

Yo estaba escribiendo una poesía más objetivista, que es lo que me interesa. Por eso también leí mucho a Millán, que es un gran referente para mí. También a Eileen Myles, poeta norteamericana. Y a Nadia Prado, la leí mucho ese verano.

Además, tuve referencias manuales: manuales de cocina, de tejido, de costura. Me inspiré mucho en uno de los primeros manuales de cocina hechos por una mujer, que buscaba enseñar cómo cocinar con pocos recursos. Era hermoso. De ahí tomaba instrucciones, como “para que el sartén quede bien sin Cif…” o “agarre tanto con tanto y le sale 3 pesos”.

De peluquería no leí, eso vino más desde el recuerdo, era algo más biográfico. Entonces fue una mezcla de poesía objetivista y metafísica, algo que parece casi contradictorio, pero que me sirvió para generar distintos puntos de fuga en el libro. Por eso también aparece lo concreto y, de pronto, algo que se va completamente a otro lado.

 

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La poesía de María Ignacia C. X. Valdebenito G. se centra en lo mínimo, lo doméstico y lo corporal. En Casa ajena, la autora observa con precisión los gestos cotidianos del cuidado y el trabajo, especialmente a través de la figura materna. Sus poemas muestran cómo lo frágil también puede ser firme, y cómo los objetos comunes —como pelos, herramientas o muebles— se cargan de afecto y memoria. Con una mezcla de verso y prosa, Valdebenito construye un lenguaje íntimo que transforma lo cotidiano en tensión poética y política.

 

Me gustaría que me hablaras sobre la figura de tu mamá, y después sobre esta mezcla entre lo cotidiano, el trabajo y los sentimientos.

Bueno, mi mamá es peluquera desde hace unos 40 años. Es un oficio que encontró por necesidad, para poder criarnos a mí y a mis hermanos mientras trabajaba. Ella estudió técnico en parvularia, salió del colegio con esa formación, y trabajó en jardines, pero no podía compatibilizar ese trabajo con la crianza. Entonces renunció.

Con mi papá empezaron a vender chalecos: iban a comprar a La Ligua y luego los vendían acá. Esto fue antes de los malls y las tarjetas de crédito, y mis papás, de hecho, inventaron su propio sistema de cuotas. Vendían en los mismos jardines donde mi mamá había trabajado, y cobraban a fin de mes.

Después de eso, como a ella le gustaba mucho peinar a las niñas del jardín, mi papá le dijo: “¿Y si estudias peluquería?”. A ella le gustó la idea, porque le permitiría trabajar desde la casa, tener autonomía, sin jefes, y al mismo tiempo estar disponible para ir al doctor con nosotros o hacer las cosas del hogar. Estudió unos meses en un instituto y levantaron la peluquería en casa.

Desde mis recuerdos, yo no fui al jardín: mi jardín fue la peluquería. Estuve ahí con ella hasta los cinco o seis años. La peluquería estaba separada de la casa solo por una puerta, de esas que no son para tránsito pesado, así que el movimiento entre ambos espacios era constante. Ella iba y venía, y nosotros también.

Recuerdo verla con los guantes llenos de tintura, dándonos instrucciones mientras hacía una tintura o gritándonos desde la peluquería: “¡Saquen el pollo del horno!”. Había una mezcla total entre la vida familiar y el oficio. Además, al ser una peluquería de barrio, las clientas conocían toda nuestra vida. Cuando llegaba del colegio, tenía que entrar por la peluquería, y las señoras empezaban a comentar: “¡Ay, qué linda está!”, “¡Se cortó el pelo!”. Después pasaba al living y escuchaba cómo seguían hablando de mí. Era una exposición diaria.

¿En qué momento dijiste: ‘Esto es un buen material para escribir un poemario’?

Fue a partir de un poema en específico que hice en un taller. Era un poema visual. Le saqué una foto al cartel de la peluquería —yo tenía como 18 o 19 años— y extendí esa imagen para hacer un poema dentro del cartel. Ese poema hablaba del ir y venir de mi mamá.

El último poema del libro es una especie de síntesis de ese poema original. Habla del “aquí” y el “allá”, con una analogía hacia la alimentación: el pollo, el orégano, la tintura, el amoníaco… Ese tránsito entre dos mundos. Así partió todo, con ese ejercicio de taller. Escribir el libro fue también una forma de procesar esa incomodidad de vivir ahí, en esa mezcla total de vida privada y exposición pública.

Te quería preguntar también sobre la estructura del libro. La mayoría de los poemas comienzan en verso, pero después se despliegan en prosa. ¿Fue una decisión tuya o editorial?

Fue una decisión mía, aunque surgió a partir de una sugerencia de la editorial en una de las entregas del manuscrito. Había un poema que ya tenía esa estructura desde hace cuatro años —el de los dedos morados que caen como una ciruela— y en esa revisión me dijeron: “Esto genera tensiones”. Yo no lo había pensado así, pero me quedó dando vueltas y decidí retomarlo.

Empecé a reescribir varios poemas en ese formato: una primera parte más concreta, descriptiva, y luego una especie de bajada en prosa, un punto de fuga. No son conclusiones cerradas, sino pensamientos que se abren, más filosóficos, más libres.

Sentía que las versiones anteriores del libro estaban demasiado ancladas en lo concreto, en lo anecdótico: la peluquería, la cocina, los materiales. Y aunque todo eso es importante, yo necesitaba que el poemario tuviera otras capas, otras imágenes, otro tono. Ya no me interesa tanto la “temática” en la poesía, sino la poesía como procedimiento, como forma.

Entonces, esa segunda parte en prosa me permitía generar un quiebre conceptual y visual: el poema cambia de tono, cambia de forma en la hoja, pesa distinto. Fue mi decisión, pero impulsada por la editorial. Y fue clave para que el libro no quedara encerrado solo en la descripción del espacio doméstico, sino que se abriera hacia otros lugares.

 

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Asco Zine.

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