El payaso Cuestión por Fabián Donoso
- Inti Ediciones
- 11 jul
- 10 Min. de lectura
Volver al sitio donde uno ha crecido es como hacer una de esas descabelladas pruebas de contorsionista: meterse los pies en la boca y tragarse a uno mismo, hasta que nada queda.
(Stephen King, It.)
Todo comenzó cuando esa voz, gastada de tanto forzar la garganta, se filtró entre mis pensamientos, perdidos en los vaivenes de la micro. Una constelación de caras cansadas, ocultas tras las mascarillas, era el indiferente auditorio del payaso que iniciaba su rutina humorística.
Ya, chiquillos, vamos a empezar con los dueños de casa: ¡Que aplaudan los haitianos! ¡Que aplaudan los venezolanos! Y ahora, ¡que aplaudan los chilenos! Claro, no aplaude nadie porque ya no quedan chilenos en Chile, po… Oye, les quiero preguntar algo: ¿Quién manda en la casa? ¿Y en la suya, señorita, manda calzón o calzoncillo? En ese preciso momento, luego de la pregunta a la trabajadora de retail sentada al lado mío, fue cuando lo reconocí. Era él. El payaso Cuestión. Mi viaje nocturno de retorno a casa después del trabajo se desvió entre los laberintos ocultos de mi mente, para hacerme retroceder veinte años.
Nunca pensé que aquel día en el que decidí enfrentar al Payaso Cuestión, manantial de mis pesadillas de infancia y pubertad, calaría tan hondo dentro mío, incluso hasta hoy. Ahora que lo vuelvo a ver, mientras continúa su monólogo, acompañado de un coro de risas tímidas, su figura se tiñe con una nitidez estremecedora, que vence a la oscuridad de la biología y su decadencia tatuada bajo el maquillaje de su cara.
Inevitablemente, me acuerdo de los otros implicados en esta historia: el Kilos Justos, el Cerámica y el Jimmy Chicha. ¿Se harán ellos hoy la pregunta por los devenires del Payaso Cuestión en estos duros días del Covid? Misterio. Nunca más los volví a ver. Soy el único que sigue habitando estos puntos ciegos de la ciudad donde alguna vez el Payaso Cuestión deambuló con sus coloridos harapos. Quizás, soy el único que puede contar esta historia.
Fue en septiembre del 2001, cuando regresó por última vez a la población el circo “Hermanos Perales”, arrastrando sus carromatos, fieras y trapos para montar su famélico espectáculo. Nosotros éramos apenas unos sujetos que se encontraron entre los azares y los rigores de la precariedad.
El Kilos Justos, un compañero de curso con sobrepeso que vendía papas en la feria junto a sus padres. El Cerámica, un adolescente de 16 años, obligado por la deserción escolar a ganarse la vida haciendo trabajos esporádicos, a cambio de algunas monedas con las que financiaba sus vicios. El Jimmy Chicha, un tipo de edad indeterminada y sin techo que dormía en una plaza cercana, siempre acompañado de una caja de vino. Y yo, un pingüino de octavo básico que jugaba con cartas Magic y escuchaba a Mago de Öz.
El circo se instaló en el sitio eriazo de siempre, colindante con la plaza donde dormía el Jimmy Chicha. Durante la noche, el circo cobraba vida a la luz del neón y del aceite de los churros que concentraban a la escasa multitud que asistía a las funciones. Pero, durante el día, se transformaba en un desierto donde solo se oía el viento que hacía susurrar a la carpa.
Esa calma era interrumpida cuando el Payaso Cuestión salía del circo para deambular por la calle. Era ahí cuando él me perseguía. Al salir del colegio, siempre estaba parado en la esquina, siguiéndome con la mirada. Lo veía cuando iba al cyber a jugar Age of Empire o cuando estaba de camino a la casa del Kilos Justos, mi vecino, para pedirle los cuadernos a quién era el mejor estudiante del curso. Nunca me habló. Solo me miraba con el maquillaje corrido por el calor del sol poblacional. A veces, sostenía una flor o un globo y me hacía un gesto para ofrecérmelos de regalo.
Nunca me acerqué a él. Tampoco le conté esto a nadie. Me daba algo que era entre miedo y vergüenza. La misma sensación que sentí la única vez que me dirigió la palabra, cuando era un niño de cinco años, aquel día que fui con mis padres por primera y última vez al circo “Hermanos Perales”. En medio de la rutina, clavó sus ojos en mí y me hizo pasar a la pista. ¿Quiere ganarse un globito, el chicoco? Pase, pase, ¡venga para acá! Las luces que iluminaban el proscenio no me dejaban ver lo que él hacía, hasta que se acercó y vi un trozo de goma lánguido, colgando entre sus dedos en movimiento, que, a contraluz, adquirían un aspecto fantasmagórico. Ahí tiene el globito, chicoco. Si pasa de curso, se lo inflo…
Las risas bramaron en las bocas con sarro y caries de mis vecinos que poblaban la galería, en aquellos años dorados del circo, que fueron apenas un suspiro. Sus hijos se burlarían de mí durante mucho tiempo en la salita del kínder, después de esa humillación.
Cuando entré a cuarto básico comencé a irme solo al colegio, ubicado a un par de cuadras de mi casa, y el payaso inició su obsesiva e incesante persecución por los circuitos de mi rutina escolar. Su asedio se extendió durante todos los septiembres del resto de mis años de enseñanza básica. Hasta que llegó esa tarde de septiembre del 2001, donde la trama comenzó a urdir su macabro desenlace. Al llegar a casa después del colegio, me di cuenta de que había olvidado las llaves. Como mis padres llegaban muy tarde del trabajo, decidí pedirle al Kilos Justos que me acompañara a la plaza, para matar la tarde. Fue ahí donde nos encontramos con el Cerámica y el Jimmy Chicha, que tenían en sus manos unos monos, un encendedor y una pipa artesanal hecha con un codo y un niple.
¡Vengan pa acá po, cabros! gritaron desde la banca en la que estaban sentados bajo la sombra. Luego de una duda inicial, estimulada por el recuerdo de la prohibición familiar de juntarnos con los patos malos de la pobla, la amistosa impronta de nuestros vecinos nos hizo cambiar de opinión.
Tras las presentaciones de rigor (nos conocíamos de vista no más) nació animada la conversación, interrumpida unos minutos después por un comentario del Jimmy Chicha, que me paralizó de la misma forma que a un ratón que ve caer desde el cielo las garras de una rapaz. ¿Que hueá ese payaso culiao, que sapea tanto? Detrás de la carpa del circo, el payaso Cuestión nos miraba escondido, con una sonrisa que aún me genera terror. Su rostro perlado por el sudor y el maquillaje que chorreaba por su cara siguen siendo para mí una postal tétrica.
¡¿Oe, sapo conchetumare, qué mirái?! gritó el Cerámica, con su voz alterada por aquello que fumaba. Ante los gritos de mi nuevo amigo, el Payaso Cuestión huyó, dejando tras de sí la estela de una risa patética. En ese momento, los nervios se apoderaron de mí y me obligaron a contarle a mis vecinos el viejo vínculo que me unía a ese payaso. Les hablé del silencioso, sistemático y diabólico acoso que padecí por años.
Envalentonado por mi confesión, el Kilos Justos se armó de valor para contarnos que también sufría por la misma situación. ¿Y si le paramos los carros a ese degenerao culiao? dijo el Jimmy Chicha. Este ofrecimiento generó, en el Kilos Justos y en mí, un escalofrío que recorrió nuestras espaldas. ¿Sería posible que pudiéramos, esa tarde, mirar cara a cara al origen de nuestros miedos más profundos? Sin saber por qué, ambos accedimos enfrentarnos al payaso Cuestión. Quizás lo hicimos porque entendimos, inconscientemente, que ahí comenzaba prematuramente nuestro ingreso a la vida de los adultos y sus asperezas.
Esperamos el atardecer, para confrontarlo. Ese día no había función nocturna. Luego de escuchar el plan que trazó el Jimmy Chicha, que dormía frente al circo y conocía sus rutinas y puntos ciegos, nos sentamos a vigilar la casilla donde vivía el payaso, la cual sobresalía entre las pequeñas carpas donde pernoctaban el resto de los artistas. Esperamos pacientes, hasta que, con la complicidad de las sombras que comenzaban a florecer del crepúsculo, percibimos el movimiento del payaso que se dirigía presuroso y silencioso a un rincón del sitio donde estaba el circo. ¡Ya, cabros, ahora, vamos a sacarle la chucha! dijo el Cerámica, y fuimos sigilosamente detrás de él.
Con el mismo sigilo, siento un impulso irrefrenable que poco a poco crece y me está invadiendo en este instante, sobre la micro. ¿Y si me bajo con él, para decirle todo lo que sufrí de niño por su culpa? ¡Oye! Métanse las manos en el hoyo… del bolsillo. Con este chiste, que interrumpe mis pensamientos, el payaso Cuestión remata la función. Algunas personas le dan un par de monedas sueltas, que sostiene con sus manos, que se mueven como dos garfios nerviosos.
Hace rato que pasamos el paradero donde me bajo siempre, pero su figura y su voz me amarran a una extraña sensación de revancha, que no puedo evitar. Sin que se dé cuenta de mi presencia hipnotizada por su figura vacilante, me bajo de la micro. Pero, en vez de pegarle o insultarlo, y sin saber por qué, comienzo a seguirlo. Esta vez, seré yo el perseguidor silencioso. Voy detrás de sus pasos, con la misma determinación irracional de esa tarde del 2001.
Cabros, hagámosla piola, pa que no nos escuche, dijo el Cerámica con un hilo de voz, mientras seguíamos al payaso, que caminaba cada vez más rápido y con una evidente expresión de angustia en su cara. Cuando estábamos listos para el asalto, vimos que se detuvo y miró para todos lados. Nosotros también nos detuvimos, impulsados por una misteriosa intuición colectiva. De repente, nuestros ojos no dieron crédito a la escena que se nos presentaba. Vimos al payaso Cuestión bajándose los pantalones para comenzar a cagar. Ahí mismo, en cuclillas, sobre el piso de tierra.
Las súbitas risas del Jimmy Chicha y del Cerámica, fruto de todo lo que fumaron en la tarde, alertaron al Payaso Cuestión de nuestra presencia. Nunca olvidaré la humillación que percibí en su rostro maquillado, cuando nuestras miradas se cruzaron. Fue tanto el desconcierto y el bochorno, que en su intento de huida con los pantalones abajo, cayó sobre sus propios excrementos. Su trasero maculado y peludo quedó descubierto bajo la naciente luz de la luna y los postes. Su ropa de tony quedó embadurnada por la mierda.
El Kilos Justos, dando muestras de la compasión que aprendió con la firmeza de su educación evangélica, se acercó para ayudarlo. Nosotros, atinamos a seguir el ejemplo de mi compañero de curso. Luego de levantarlo, procedimos a limpiarlo en silencio con el papel higiénico que traía en un bolsillo. El único que se atrevió a limpiarle el poto fue el Jimmy Chicha, que de las burlas pasó a un trance de empatía, compartiendo con él, durante algunos minutos, un abrazo y unas lágrimas que redimieron la suciedad y el hedor que aún adornaban la escena.
Gracias, chiquillos, nos dijo el Payaso Cuestión, con su voz natural, matizada por el temblor de sus lágrimas, espesas de maquillaje, tierra y sudor. Oiga, tío, ¿se quiere fumarse algo para pasar la pena? le dijo el Jimmy Chicha. Si po, tío, esto le va a hacerle bien, complementó el Cerámica, acercando sus dedos pulgar e índice, coronados por la pipa ofrendada al Payaso Cuestión. Fue ahí cuando con el Kilos Justos nos miramos y reconocimos en la mirada mutua los abismos del absurdo y la impunidad. También escuchamos el silencioso grito de la ley familiar, que nos obligó a alejarnos de la droga, con precipitados pasos que levantaron la tierra del piso del circo. Tras la aridez de esa neblina de tonos café, se escondieron las tres siluetas ensombrecidas ante el rojo que nacía del encendedor y sus ecos de humo y tos.
Al otro día, luego de salir de clases, pasamos con el Kilos Justos por el sitio eriazo y vimos que estaban todos los artistas levantando la carpa del circo, bajo las órdenes del Payaso Cuestión. Vestía de civil y daba las instrucciones con su cara limpia. Ahí comprendí que él era el dueño del circo y que no tenía ningún hermano, y si lo tenía, no lo pude reconocer. Tampoco nos reconocieron el Cerámica y el Jimmy Chicha, que estaban ayudando en el desmontaje, a cambio de unas monedas que financiarían sus vicios. El circo “Hermanos Perales” nunca más volvió a nuestra población.
Es increíble como la mente crea este torrente de imágenes que estuvieron tantos años ocultos en mi memoria. Quizás, la decisión de mis pasos abrió las compuertas de los recuerdos que me conducen directamente a la locura. La locura de estar siguiendo a un payaso tambaleante de alcohol hacia un destino desconocido. Tan desconocido como los motivos de mi voluntad, que persigue esa obsesión llamada payaso Cuestión, quien, justo ahora, ha detenido su andar. Yo también lo hago y me escondo detrás de un árbol.
Sin darme cuenta, hemos llegado a una plaza olvidada en alguna población de El Bosque. El payaso Cuestión se queda parado, frente a un ruco fabricado con telas y algunos cartones. Tiene la misma forma que una pequeña carpa de circo. Después de mirar para todos lados, golpea con su pie la lona de una de las paredes de la precaria vivienda. Desde adentro, emerge una persona. No lo puedo creer. ¡Es el Jimmy Chicha! Tiene en su rostro la misma edad indeterminada de siempre. Lo único que ha cambiado en él es su pelo cano y su atuendo confeccionado completamente con bolsas de basura. Se besan y se abrazan. Luego, el Jimmy Chicha saca una caja de vino escondida entre sus prendas de plástico. El payaso Cuestión la empina con un trago largo y ansioso. Desde esta furtiva atalaya, me parece oír el brebaje que baña las dañadas cuerdas vocales del payaso, dando calor a la sequedad de su garganta.
¿Cómo le fue, tío? Más o menos no más, estuvo mala la cosa en las micros. Paré que estoy perdiendo la chispa. ¿Y a ti, como te fue, Jimmy? Como las hueas, hoy día me ganaron el semáforo güeno, así que tuve que ir a pedir a otra esquina que no pasan muchos autos. Oiga, tío, ¿usted conoce al hueón que está ahí mirando detrás del árbol? Ese po, el metalero. No puede ser… ¡Me están señalando con el dedo! ¡El Jimmy Chicha me reconoció!
Comienzo a correr, en una frenética carrera por los pasajes de esa población que no conozco, para ocultarme de ellos. Siento que me persigue el eco de la misma risa patética que escuché esa tarde del 2001. No me daré vuelta para averiguar si esos sonidos provienen de la realidad o de mi febril imaginación. Huiré. No quiero que descubran que he caído, al igual que ellos, en la misma tormenta de mierda que se ha transformado hoy la vida. Como el poto cochino y peludo del Payaso Cuestión.
Fabián Donoso Sepúlveda
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